Mi mentor, mi mejor confesor

Domingo, 20 Mayo 2018 16:40 Escrito por Agustín Fiz Abarca

Encontré (¡por fin!) Con una emoción que me hacía volver el alma al cuerpo, después de varios intentos fallidos por haberme perdido entre las intrincadas calles del pueblito que me vio nacer, la vieja casona y, su monumental puerta labrada, entreabierta. Grandes ruinas que, a todas luces, conocieron tiempos mejores. Toqué 3 veces, como dicta la más elemental cortesía, y muy posteriormente, (como 3 segundos, la verdad,) y enfundado en mi “natural candidez”; llamé a grandes voces al viejo maestro. Ya engallado, por no recibir respuesta alguna y haber viajado, a puro patín y capricho, desde el centro de la ya lejana y abigarrada población que, a lontananza, me invitaba a reunir coraje, me decidí a entrar. Apenas traspasar el dintel del portón, me recibió un  vaho discreto que sabía ha guardado, a humedad y me hiriera la nariz. Recordé que el profesor era viudo por encontrar la sala de estar, en completo desorden. Caos aparente, por lucir una reconfortante visión de encontrarme en un santuario a la sabiduría. Todo, como era de esperar, hasta el techo, atiborrado de libros. Habiendo cruzado el recibidor y corredor principal del edificio y encontrarme ya, en el patio central, sinceramente preocupado por la salud de mi mentor; grité a todo pulmón: -¡Maestro!... ¡Maestro!... ¡Maestro!- (Le indignaba que le dijeran señor –“A fuerza de muchas lágrimas de hambre, desvelos y muchos sacrificios más, logré el título. Y, ni muerto, me lo lograrán quitar”- decía.) Efectivamente, descansando justo al lado interno del quicio de la enorme puerta de la estancia principal, se asomaba la pestaña de la placa de mármol labrado, que empezaba con: Profr., y  el nombre completo. Una columna rota a la izquierda, una escuadra bajo un compás a la derecha y abajo, la fechas de nacimiento y muerte. (La de defunción coincidía, curiosamente, con la de su mujer.) Se sabía que había instruido, pormenorizadamente, a la familia del cacique del pueblo, que la colocaran a la cabecera de su tumba cuando fuera sepultado al lado de su amada esposa. Francamente desesperado por no tener respuesta, me dirigí a la huerta temiendo lo peor, entonces una figura apareció al fondo de la estancia, era el anciano, mi querido preceptor. (Recordé que ya casi no oía.) Detiene su andar vermicular característico e inconfundible que, por el paso y peso de los años se antoja un poco lerdo. Se coloca los anteojos, sonríe, levanta en alto su brazo derecho, (se parece a Einstein, recordé), mostrando la palma de la mano y, enseguida, me invita a sentar en su sala de mimbre. (De esas que ya no hay.) Ajusta su auricular electrónico, mientras le entrego el presente que, de costumbre le traigo siempre que lo visito. Da las gracias, lo hace a un lado y me espeta -¡Que gusto! ¡Casi nadie me visita!- Solo en campañas electorales para pedirme que los acompañe en el estrado y el día del maestro para cantarme algunas loas-. Se me acerca, inclina su frente para aprovechar sus lentes bifocales, y me dice con voz ronca: “-Tú eres… ¡Eras tremendo muchacho! En el barrio, por tus travesuras, decían que eras carne de presidio.”- Socarronamente, agregó: ¡Quien lo dijera! Ahora, todo un hombre de respeto. Pero, dime ¿A qué debo el honor de tu visita?- -Solo pasaba por aquí, por el pueblo y quise saludarlo, maestro-. ¿Cómo decirle qué me gustaba abrevar de su sabiduría? Porque también, por la confianza que me inspiraba siempre, si una pena me acongojaba, buscaba su sabio consejo.

-“Por cierto, (continué) hice  una carta a mi novia, porque me mandó a freír espárragos, (dije de corridito) tal y como usted bien nos enseñó en la escuela. Pero, no la acabo de pulir y me quedo ante la laptop con la mente en blanco. Tal vez porque estoy en una encrucijada y me salen puros, creo yo, reproches. ¿Se la muestro? Adelante, - me contestó-“. Carraspeé y empecé la lectura en voz alta:

Puebla de los Ángeles, Pue., a 20 de mayo del año de gracia de 2018.

Esperando te encuentres bien de salud chaparrita hermosa, te escribo la presente misiva como un sencillo y sincero desagravio por haber olvidado darte el pensamiento original que, año con año, de puño y letra, te dedico por estas fechas. Luego te doy el “link” del diario donde habitualmente lo doy para su publicación. La razón, tú la sabes, por razones ajenas a mi voluntad, me encontraba lejos e imposibilitado de comunicarme contigo, como de continuo,  como ya es costumbre. Me disculpo, muy contrito, por haber proferido en nuestro último encuentro, ¿recuerdas? Palabras que luego habría de arrepentirme. No debí decirte que vivimos en mundos paralelos, ni que solo puedo hablarte al oído, besarte y acariciar tu mano  cuando, dormido, me transporto por el mundo sideral hasta tu lecho. Que me siento en un acuario, lleno de crueles chaperones y que, apenas, con mucho esfuerzo de mi parte, retengo mis ansias de robarte sin importarme nada ni nadie…o todos… Ahora, por lo que considero una confusión de términos, sin contemplaciones, me arrojas de tu vida así, sin más; dejándome en el desamparo total y sin la oportunidad, ni posibilidad alguna, de defenderme. Además, tus inesperados y certeros golpes al corazón, vía FB, fueron demoledores y todavía no alcanzo a comprender la razón de tu encono en contra de quien, ironías de la vida, menos deberías preocuparte. Como todo lo que diga despertará tú natural suspicacia, me limito a un solo hecho: En uno de tus últimos mensajes lapidarios expusiste, y cito: “no hay nada perdido, nada se movió”. Efectivamente, a favor de tu causa adujiste que no éramos novios y que no lo habíamos sido. Mi problema, es que yo sí me lo creí y que la fidelidad, por supuesto, iba incluida.

No te preocupes, no busco redención. Solo quise dar testimonio. No volveré a molestarte y sabes que cumplo mi palabra. Ya quemé, para no apenarte más, los otros poemas, a excepción del que mandé al periódico, y todas las otras canciones que escribí para ti y que se quedaron esperando hacer su debut frente a ti. Podrás hacer lo propio, con los que tienes míos. Sé feliz. Y como la felicidad es terreno vedado para mí, trataré de buscar la paz.

ETERNAMENTE

El último de tus admiradores, (Nombre y firma ilegibles.)

-Eso es todo, maestro. No sé qué hacer-¡Claro que sabes! Eres fuerte de espíritu (siempre me dijo así). Solo que lo has olvidado. ¡Ten fe en ti! Ya reconfortado, me despedí al ocaso, significándole la gratitud que embargaba mi alma. Prometí regresar en fecha próxima y contarle el desenlace. Por último, me despidió con un: “-No olvides que estamos muy orgullosos de tí -”. Descubrí que su casa estaba en lo alto porque el descenso se me hizo muy ligero.

Valora este artículo

Deja un comentario

Asegúrese de introducir toda la información requerida, indicada por un asterisco (*). No se permite código HTML.